Brisa, harta de ver
como su mamá se ponía triste al leer las noticias del periódico,
decidió construir con él un velero. Un barquito de papel precioso
pero lleno de sucesos horripilantes. ¿Qué podía hacer ella para
borrar tanta maldad? Lo meditó y a mitad de la noche se decidió.
¡El velero era perfecto para lanzarse a la mar! Pues dicho y hecho,
esa noche sería para ellas, para Brisa, para la luna, para las olas
y para todas las estrellas. Recorrieron juntas millas y millas de infinita
agua cristalina, cumpliendo cada una con su cometido, la luna
iluminaba con fulgor el camino, las estrellas jugaban al escondite,
incendiándose y apagándose a su antojo para entretener a Brisa
mientras remaba, y las olas acariciaban la nao suavemente hasta que
acabaron por decolorar la tinta. Pero, y ahora que habían
conseguido borrar todas las letras que sumaban amargura, ¿hacia
dónde se dirigían? No lo sabían, pero cada una continuaba en su
puesto con la seguridad del que presiente la buena dirección. Brisa
seguía al mando cual experto timonel, no estaba temerosa, ni
preocupada, ni siquiera desconfiada.
Vio brillar algo a
lo lejos, se acercó cada vez más. Nunca había visto una cosa tan
bonita. Era un faro rojo y blanco, grandioso, con grandes ventanales
en lo alto, de los que partían luces muy brillantes que giraban,
pasaban por encima de ella y se perdían en el horizonte. Se quedó
embobada mirándolas, estaba fascinada observando el espectáculo,
cuando de repente, se dio cuenta de que de las luces colgaba algo.
«Parecen
globos»
- pensó. Pero no, no eran globos, sino
corazones suspendidos que daban vueltas sobre su cabeza una y otra
vez. Quiso coger uno, más no lo alcanzó. A la siguiente vuelta se
estiró tanto que tocó uno con las yemas de los dedos. «A
la siguiente no fallo»
- se dijo. Y así fue, ayudada por las olas, que elevaron la barca, se
alzó todo lo que pudo sobre las puntas de los pies y consiguió su
corazón. Era mágico, latía. Estaba eufórica, había salido de
casa con el velero lleno de desdichas y volvía con un corazón rubí.
¡Qué feliz era! En cuanto llegara a casa, cogería hilo y haría
una gargantilla con su precioso tesoro. Era el regalo perfecto para
su mamá.
«Cuando
mamá cuelgue el corazón de su cuello nunca más volverá a estar
triste»